Tres suspiros

Tres suspiros. A veces ésa es la vida.

Tres suspiros era lo que nunca soñaba, un momento tan fugaz, sólo unos segundos, unas respiraciones intensas y el fin. Llámame optimista quizá, pero siempre pensé que nada podía acabar a los tres suspiros. Siempre he pensado que tras tres suspiros quedan las ganas de más, la intención de quedarse, la voluntad de gritar. No me planteaba, al principio, si tres suspiros bastarían para mí. Siempre he sido de respiración agitada, de prisas, de vivir corriendo y dejar a mi paso mi aliento desordenado en todo lo que hago.
Pero a veces te paras, en seco, con o sin sentido, con o sin calma, para recostarte en el pecho de alguien y, entonces, sólo en esos momentos, la vida, llena de colores y olores, de prisas y gritos, de precipitaciones, se detiene para centrarse en el profundo respirar del otro. En cómo su pecho asciende y se llenan de aire sus pulmones. Cómo ese simple gesto es capaz de llenar de vida ese encierro obligatorio de un alma en nuestro cuerpo. Se mezcla el sonido del aire con el latido del corazón, notas los pulmones llenarse y, cómo, poco a poco, lo expulsa de manera uniforme y pausada.
Simplemente éso repetido tres veces.
Pensaba que tras sentir tres suspiros en tu pecho, desearías quedarte para siempre. Antes ni siquiera me lo planteaba como medida de tiempo.
Dicen que vivir deprisa es malgastar el tiempo, que no se saborea el aire en los pulmones lo suficiente. Seguramente lo piensen sólo los que no han perdido tres largos y profundos suspiros, los que no se quedaron con las ganas del cuarto. Los que no recuerdan esa respiración mezclada con el sonido de los latidos ajenos como un anhelo.
Nunca es tarde, o quizá sólo lo es tras tres suspiros.
La cuestión es que ya sé que nunca puedes fiarte.
Que, al final, la vida se mide en ausencias y las ausencias en latidos.

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